Juego malvado


Nobody loves no one... nobody loves no one... nobody loves no one...
El anciano, sentado en su mecedora a la sombra del porche en aquel edificio viejo  lo repetía insistentemente. Tres, diez, veinte veces, sin parar para otra cosa, que no fuese dar una calada a uno de esos cigarros que parecen un palo imposible de apagar. Boca y cigarro parecían un todo inseparable. Un mono de esos hechos con ropa tejana con un peto de cuyo bolsillo asomaba una petaca seguramente de whisky. Una típica gorra de béisbol muy gastada y sucia, con su bandera americana,  daba sombra a unos ojos brillantes enmarcados en una tez curtida, bronceada y de barba poblada. 
Su balanceo en aquella mecedora no era sosegado; muy al contrario, podía decirse que era frenético y parecía competir con el temblor de su mano izquierda que se hacía ostensible cuando soltaba el reposabrazos. 
De vez en cuando se hacía un silencio. Aquella mirada se perdía en el paisaje que tenía frente a si, un paisaje compuesto por casas diseminadas en las afueras de aquel pueblo en medio de la nada. 
Repentinamente reinició su recitación, pero esta vez con un nuevo mantra:
This world is only gonna break your heart... this world is only gonna break your heart... this world is only gonna break your heart...

Su salmodia era ahora con una voz más calmada, casi como un susurro y parecía mascullar cada palabra. Daba la impresión de que se estaba quedando sin energía por momentos. 

Al día siguiente volví frente al porche y esta vez el anciano, estaba acompañado de una joven que le estaba recortando la barba. Me acerqué y le pregunté si todo estaba Ok y si necesitaba algo. Le expliqué que era un nuevo vecino del viejo, que acababa de alquilar la casa situada a la izquierda . La muchacha se alegró de la noticia y no vaciló en decirme que le tranquilizaba saber que ahora tendría un vecino cercano. 
El anciano pareció inquietarse y clavando la mirada en la joven volvió a insistir con su recitación:
—Nadie quiere a nadie... Este mundo solo te romperá el corazón...

A los pocos días habíamos creado una cierta amistad con la joven y también con el viejo a raíz de un paquete de cigarros mejicanos que le introduje en el bolsillo de su peto. Tenía momentos de lucidez y dejaba de cantar, pero tarde o temprano volvía a la cantinela. Rachel, resultó ser su sobrina y me explicó la historia:

El viejo se llamaba Arthur, tenía ochenta y dos años y hacía cuarenta que vivía solo. En poco tiempo perdió a su familia. Su mujer y una hija fueron victimas de un terrible accidente en la 66 y la hija mayor apareció muerta en el desierto, solo unos meses después. El novio le acusó de que la joven escapó por malos tratos, lo cual Rachel, niega rotundamente. —Arthur no es así, es bueno. Jamás haría daño a nadie, menos aún a su hija— Me insistió.
El pueblo se puso en contra de Arthur. Se reían de su depresión. Le hacían la vida imposible y finalmente le quemaron la casa. Se tuvo que ir del pueblo y se mudó aquí, cerca del único hermano que tenía, padre de Rachel que también murió recientemente.
—Es un viejecito que no molesta y que necesita poca ayuda, pero tiene el corazón muy amargo. No tiene amigos. Solo me tiene a mi y a mi hijo, pero este ya se está convirtiendo en un adolescente y cada vez lo visita menos. No ocultaré que tiene algo de demencia senil, pero soportable; al menos de momento.
Rachel es madre soltera. No se puede decir que sea una mujer hermosa, pero su inteligencia y su actitud positiva la hacen mucho mas atractiva que cualquier hermosura física. Y me estoy proponiendo ser un buen amigo de Arthur y quien sabe... A lo mejor Rachel y yo, le podemos demostrar al viejo que su cantinela está equivocada.
 



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