Londres, 1941 |
Aún quedan personas vivas que experimentaron cuando eran muy jóvenes, la angustia de las situaciones bélicas, el horror de la conflagración, el miedo, el hambre y todo aquello que la crueldad humana puede ocasionar cuando los aparatos militares se ponen en marcha.
Son pocos, pero aún están entre nosotros. Muchos de ellos callan y no desean hablar de aquello; otros se atreven a explicar lo que seguramente su memoria ha distorsionado con el paso del tiempo, pero su mirada no sufre distorsión alguna cuando hablan. Hay un reflejo extraño, humedecido por las lágrimas ancianas que nunca han conseguido secarse.
Dicen los que saben y también los que saben que no saben, que ya estamos viviendo el inicio de otro conflicto bélico, por muy camuflado que esté. El conflicto moderno, el actual, no requiere campos de batalla, ni divisiones de tanques, ni infantería en primera línea. No necesita bombardear ciudades, ni destruir líneas de ferrocarril o carreteras. El conflicto se desarrolla en otros escenarios.
No nos hacemos fácilmente con la idea, pero las armas del siglo XXI se compran con una moneda que como las que a veces encontramos en el bolsillo, tienen dos caras: la información y la desinformación.
Y por mucha dificultad que se pueda tener en comprenderlo, esa moneda tiene un valor inmenso. Y la letalidad de las armas es infinitamente mayor que las de pólvora y fuego.
Un conflicto que se cuece lentamente y que estallará además, de forma poco previsible; dotado del poder de la sorpresa en el momento más adecuado; en el momento más letal.
¿Seguro que aquella frase del "como ladrón en la noche" de ciertos libros religiosos, se refería a un mesías o a un profeta? —Mucho me temo que no— me digo a mi mismo.
Un conflicto en el que cuando ya esté rodando, será difícil reconocer al enemigo; suponiendo que solo haya uno. Un conflicto donde el agresor o agresores, tendrá aliados antes nunca sospechados, como pueden bien ser, la naturaleza, el medioambiente, la enfermedad y la hambruna.
Mientras, las sociedad vive lamiéndose el ombligo. Sin prioridades alineadas con jerarquías nacidas de la ética, la solidaridad y el bien común. Una sociedad que no sabe ni quiere sufrir la ácida sensación del esfuerzo. Una sociedad incapaz de soportar el más mínimo sufrimiento. Una sociedad débil y enferma, narcotizada, alcoholizada, evadida en ensueños e imaginaciones. Anulada y sin criterio propio y a la que al parecer, pensar, le duele.
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