Quién controla a quienes administran justicia: un repaso histórico por el poder judicial
La reciente condena del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por el Tribunal Supremo marca un hito judicial sin precedentes en la democracia española. También funciona como una prueba de resistencia para el sistema de división de poderes. Cuando la máxima autoridad encargada de promover la justicia recibe una pena de inhabilitación por vulnerar la ley, surge un interrogante: ¿podemos garantizar la imparcialidad de quien dirige la acusación pública?
El fallo, dictado en noviembre de 2025, obliga a examinar los mecanismos que impiden que la justicia se convierta en un instrumento político. Este desafío enlaza con conflictos arraigados en la historia europea que influyen en la arquitectura de nuestra Constitución.
El precedente histórico
La sociedad medieval se enfrentaba a un problema elemental: la autoridad que gobernaba solía ser la misma que juzgaba. El rey dictaba leyes, nombraba jueces, dirigía ejércitos y decidía sobre la vida y la hacienda de sus súbditos. Para impedir que esa concentración de funciones derivara en abuso, se desarrollaron mecanismos de control.
Uno de los primeros hitos fue la creación de las Cortes de León de 1188, convocadas por Alfonso IX, reconocidas por la UNESCO como la primera manifestación documental del parlamentarismo europeo. Estas Cortes incorporaron por primera vez a los representantes del pueblo llano en la toma de decisiones, junto al clero y la nobleza. Esto obligó al rey Alfonso IX a aceptar un límite a su poder: nadie podía perder la libertad o los bienes sin un juicio previo, y los oficiales regios debían responder por los abusos cometidos en el ejercicio de su cargo.
Estos principios se reforzaron en el siglo XIII con la obra legislativa de Alfonso X. La Tercera Partida del Código de las Siete Partidas, dedicada a la administración de justicia, definía con detalle qué significaba juzgar rectamente. El juez debía actuar con honestidad, sin enemistad ni interés propio, y debía respetar la reserva procesal. La justicia se entendía como una función pública regulada por normas. La legitimidad del cargo dependía de la rectitud con la que se aplicaba la ley.
Pero las normas no bastaban. En muchas ciudades, corregidores y alcaldes acumulaban poder político, económico y judicial. Para evitar abusos, la Corona creó la figura del pesquisidor, un enviado especial con autoridad para investigar irregularidades. Acudía a localidades donde aparecían indicios de procesos alterados, favoritismos o filtraciones indebidas. Sus informes podían conducir a la pérdida total de funciones o a la suspensión del cargo.
La voluntad de frenar arbitrariedades se consolidó con las Cortes de Toledo de 1480, cuando los Reyes Católicos situaron la justicia en el centro del nuevo Estado. Allí se reformó el Consejo Real para desplazar la presencia nobiliaria y sustituirla por letrados formados en Derecho. Se reorganizó la Chancillería como tribunal superior profesionalizado y se establecieron “veedores” (examinadores) encargados de supervisar la actuación de los oficiales locales.
Durante los siglos XV al XVII, la Corona perfeccionó esta arquitectura mediante visitas, auditorías y procedimientos destinados a impedir que la autoridad se ejerciera como un privilegio personal. La justicia pasó a entenderse como una tarea definida por normas y no por la conveniencia del funcionario.
De Montesquieu a la Constitución de 1978
La respuesta intelectual a siglos de abusos cristalizó en la obra de Montesquieu. En El espíritu de las leyes (1748), advirtió que “todo estaría perdido” si una sola persona asumía la facultad de dictar leyes, ejecutar decisiones públicas y juzgar delitos. Su teoría nació para frenar la arbitrariedad de gobiernos anteriores y se convirtió en la base del constitucionalismo moderno: el poder debe limitar al poder.
La Constitución española de 1978 recoge este principio garantista y establece una distribución de funciones que impide la concentración de autoridad. Al definir España como un “Estado social y democrático de Derecho” (art. 1.1), impone la sujeción de todos los poderes a la Ley. La seguridad jurídica y la obligación de los poderes públicos de actuar conforme al ordenamiento constitucional refuerzan este principio.
El ordenamiento actual separa con claridad las fases del proceso penal. La investigación de los delitos no depende del Gobierno, sino de jueces y fiscales, con apoyo de la Policía Judicial. Esta actúa al servicio de ambos, de modo que la autoridad política queda al margen de la investigación criminal. La potestad de juzgar pertenece de forma exclusiva al Poder Judicial, cuyos miembros son independientes y sujetos únicamente a la ley.
En este marco, el Ministerio Fiscal ocupa una posición singular. Su misión es promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad. Su estructura es jerárquica y el rey nombra al fiscal general a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial. La Constitución y su Estatuto Orgánico establecen que sus actos quedan sujetos al control judicial. Esto garantiza su autonomía funcional y preserva su actuación conforme a la legalidad.
De la sentencia a la vigencia del sistema
¿Y quién se encarga de esta labor? El Tribunal Supremo. Este organismo está formado por magistrados con una trayectoria amplia y un sistema de nombramiento basado en méritos y experiencia. Esta composición refuerza su independencia, y por esta razón la ley le atribuye el enjuiciamiento del fiscal general.
La responsabilidad penal de esta figura se sitúa en manos de un órgano que no depende del Gobierno y que ocupa la posición más alta dentro de la justicia ordinaria. Este diseño asegura un control estable, ajeno a la orientación política del Ejecutivo y a la persona que ocupe el cargo.
Lo que el juicio del Tribunal Supremo contra el fiscal general indica es que existe la posibilidad constitucional y democrática de controlar a los altos cargos de un Estado, aunque estos trabajen en contacto con el Poder Judicial, y de frenar posibles abusos de poder. Independientemente de la valoración de la sentencia, este hecho, como hemos visto, es una conclusión lógica tras siglos de construcción de un Estado de Derecho que se reconoce vulnerable, pero que busca siempre ocasión de corregirse ante la ley.
Este artículo se ha elaborado en coautoría con Lucía Giménez Peña, graduada en Derecho y alumna del Doble Máster de Acceso a la Abogacía y Procura + Máster en Formación Permanente en Derecho Marítimo Gestión Económico-Estratégica de la Empresa Marítimo-Portuaria de la Universidad Católica de Valencia.![]()
Anna Peirats, Catedrática de Humanidades, Universidad Católica de Valencia
Publicado originalmente en The Conversation.
La justícia no hauria de ser impartida per ningú, mai es del tot objectiu i per tant just. Potser una IA seria la solució, de fet ja hi estan treballant.