| © Ricard Pardo |
El tiempo. Un río invisible y constante que arrastra consigo cada instante, cada risa y cada lágrima. No es una entidad que podamos ver o tocar, sino una medida implacable de nuestra existencia. Desde el primer aliento hasta el último suspiro, estamos inmersos en su caudal, siendo testigos y actores de un drama que tiene un solo final para todos: la finitud humana.
Nacemos, crecemos, amamos, luchamos. Cada hito es un grano de arena que se desliza por el reloj. En la juventud, el futuro parece un horizonte infinito, vasto e inagotable. Pero a medida que la vida avanza, la perspectiva cambia. El tiempo ya no es un aliado paciente, sino un recordatorio persistente de que la reserva es limitada. Nos volvemos conscientes de la fugacidad, de que todo lo que construimos, sentimos y somos, tiene fecha de caducidad.
La finitud no es solo el cese de la vida biológica; es la tensión constante entre el deseo de permanencia y la realidad del cambio. Queremos que los momentos de felicidad duren para siempre, que las personas que amamos permanezcan a nuestro lado, que las obras que creamos resistan el olvido. Sin embargo, el tiempo actúa como un disolvente, atenuando recuerdos, transformando paisajes y llevando al silencio incluso a las voces más fuertes.
La aceptación de nuestra finitud es, paradójicamente, lo que da valor a la vida.
Saber que el lienzo es pequeño, nos obliga a elegir cuidadosamente los colores. Es el conocimiento de la brevedad lo que impulsa la urgencia por vivir de verdad: a perdonar más rápido, a amar sin reservas, a buscar la autenticidad en cada acción. Nuestra huella en la arena es efímera, pero la calidad de ese paso define nuestra trascendencia.
5 Comentarios
Estamos de acuerdo.
ResponderEliminarUn abrazo
Salut
La finitud és un vaixell varat, l'hortalissa que menjo no té cucs, la mort és purament, un canvi més.
ResponderEliminarBenvingut de nou a Magsita.
Ben trobat.
EliminarHe llegado a la conclusión que cada día que pasa es una nueva vida para mí.
ResponderEliminarMe sobran hasta los relojes.
Un abrazo.
Es una conclusión plausible. Cada despertar, como un renacer. Comulgo con ello.
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