Y entonces, guiados por una estrella que parece ser que era una supernova, llegaron hasta aquel humilde establo de Belén, tres astrólogos procedentes del este. Y ahora que nos escucha nadie, creo que la tradición se ha hecho «la pitxa un lio», ya que muy probablemente Melchor era afgano, Gaspar era persa y Baltasar se había colado en la caravana y en realidad procedía de las lejanas tierras de Sudán. Ni que decir que sus nombres occidentalizados se deben parecer como un chopo a un huevo a los suyos originales.
Lo que no nos cuenta la tradición es el jugoso diálogo que se dio, tras entregar los consabidos regalos y la lucha, de Melchor, para, permanecer inclinado y arrodillado en adoración, soportando el dolor de rodillas a causa de una brutal artrosis y también los días cabalgando en un camello.
Melchor, arrodillado como digo y contemplando embelesado, la luminosa gloria del niño dios entre harapos, se dirigió a María y cogiéndole las manos, la rodeó de ternura, diciéndole:
—Hija mía, tan jovencita y ya con esa carga sobre los hombros; al cuidado de este niño que salvará a la humanidad— Y María, bajando la mirada, dijo suavemente:
—Es la voluntad de Yahvé, nuestro dios— a lo que Baltasar exclamó desde un rincón: —Ya ves!!
—Ya ves, no; negrata. Ha dicho Yahvé— Reprendió Gaspar, a su colega más oscuro.
Melchor, como queriendo hacerse una idea de la situación de la joven pareja y su hijo, recorrió aquel espacio con su mirada. Miro la paja, miro el buey, miro al asno, volvió a mirar a María y al niño y finalmente fijo su mirada gravemente sostenida sobre José (posiblemente para preguntarle si podían ayudar en algo más). No hubo ocasión. José malinterpretó la mirada. Pasaron 27 segundos exactos y entonces se escuchó una voz temblorosa que dijo:
—No me mire usted así, que yo no he sido.
Y tot per un fornici amb un legionari romà, un tal Pantero.
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