Las redes sociales y los móviles se han revelado como un gran disruptor para las conversaciones cara a cara. Investigaciones recientes están demostrando de manera fehaciente que el uso irreflexivo (y casi adictivo) del móvil tiene un efecto directo en la calidad de las conversaciones que mantenemos.
La relación compulsiva con los dispositivos vampiriza la atención, base de la escucha y de la conversación significativa. Los estudios revelan que la simple presencia de un móvil, aunque esté en modo silencio, divide la atención de los participantes entre las personas reales presentes y la gente virtual. Ese móvil silencioso inhibe la posibilidad de iniciar y compartir conversaciones de interés, dado que los participantes sospechan de manera inconsciente que el dispositivo puede reclamar la atención de su propietario en cualquier momento desde un universo virtual paralelo, por lo que deciden “surfear” los temas de conversación en lugar de profundizar en ellos.
De hecho, los niños y jóvenes que han crecido en familias en las que las comidas familiares han estado colonizadas por pantallas (televisión, tablet y el omnipresente móvil) muestran un déficit manifiesto de habilidades comunicativas y conversacionales. No saben interpretar las señales no verbales de sus interlocutores (activan menos neuronas espejo, base de la empatía); y temen exponerse a la conversación real “no editada previamente”, es decir, realizada aquí y ahora. Claro está, saben “hablar”, pero no gestionan con solvencia el intercambio cooperativo que nos ha permitido a los humanos llegar hasta el siglo XXI: la conversación.
Aprender a conversar de manera competente
El lenguaje articulado, una capacidad intrínsecamente humana, es de naturaleza genética; esto es, cualquier ser humano, por remoto que sea el lugar en el que ha nacido, puede hablar. La dimensión más genuina del lenguaje como herramienta de comunicación es la conversación cotidiana. Y a conversar de manera solvente se aprende. Entre otras habilidades, se aprende cómo entrar de manera adecuada en las conversaciones, cómo mantenerlas en un tono cooperativo o cómo afrontar con empatía y asertividad los diálogos difíciles.
En otras palabras, el lenguaje es, por tanto, un don innato. La conversación, en cambio, es un aprendizaje cultural.
En este sentido, es necesario subrayar la importancia educativa de la familia en las capacidades conversacionales de sus retoños. Del mismo modo que nuestras familias nos dotan de un determinado capital económico –y, así, algunos tienen la fortuna de heredar un piso, mientras que otros tenemos que adquirirlo con nuestros propios medios–, las familias nos proporcionan también un determinado capital lingüístico. Por ejemplo, el acceso a un léxico amplio, preciso, cuidado, quizá incluso plurilingüe; o, con menor fortuna familiar, a un vocabulario simple y reducido. Lo mismo cabe decir sobre la sintaxis: algunos heredan el contacto desde la infancia con construcciones sintácticas complejas que permiten elaborar el pensamiento con mayor sofisticación, mientras que otros infantes reciben de su entorno verbal solo estructuras paratácticas sin apenas conexión entre ellas.
Pues bien, de la misma manera, nuestras familias nos confieren también un determinado capital conversacional. Todos hemos podido observar niños que pueden afrontar con tranquilidad conversaciones, por ejemplo, con adultos de mayor jerarquía que sus padres, mientras que otros se sienten confusos porque no saben cómo deben reaccionar. Hay niños que han aprendido a inhibir su habla mientras habla su interlocutor y a esperar su momento, frente a otros chiquillos (y multitud de adultos) que no han recibido nunca esa enseñanza.
En las sociedades desarrolladas, el ideal es que la escuela funcione como instrumento de igualación que permita que los niños que han crecido con una práctica lingüística y conversacional de menor calidad en sus familias puedan entrar en contacto con modelos lingüísticos más ricos y estimulantes, que les permitan reconocer y expresar mejor sus emociones, sentimientos y argumentaciones. Sin embargo, esa igualación no siempre funciona de manera óptima.
Nuestras conversaciones nos identifican
Educar(nos) en el lenguaje y la conversación es crucial por muchas razones, que se concretan en el hecho de que nuestra manera de conversar tiene un impacto decisivo en la construcción de nuestra imagen, de la percepción que los demás tienen de nosotros.
Nuestras conversaciones nos identifican, nos construyen como individuos y crean o destruyen nuestras relaciones sociales, tanto las personales como las profesionales. Sherry Turkle lo expresa así en su metaestudio sobre la conversación: “La calidad de nuestras conversaciones está directamente ligada a nuestra felicidad personal y a nuestro éxito social y profesional”.
Necesitamos urgentemente una alfabetización conversacional
Si lo pensamos, resulta llamativo el muy distinto grado de interés que reciben en el espacio público diferentes –por así decirlo– “automatismos humanos”. La respiración o la alimentación son un caso claro: la nutrición se ha convertido en un tema prioritario de salud pública. Por el contrario, conocemos muy poco la extraordinaria capacidad humana que es el lenguaje articulado. ¿Qué sabemos acerca de cómo afrontar una conversación que se anticipa incómoda? ¿Sobre cómo dialogar con personas diferentes a nosotros? ¿Sobre cómo –lección primera de empatía y cooperación– escuchar al otro cuando habla?
Necesitamos urgentemente una alfabetización conversacional en nuestros espacios públicos que nos permita tener mayor reflexividad y conocimiento sobre las extraordinarias potencialidades de la conversación cotidiana, así como identificar cuándo nos encontramos ante una conversación basura, que, como la comida basura, no alimenta, sino que, antes bien, intoxica.
Cuando mantenemos una conversación humana, aquí y ahora, en la que los cuerpos están presentes y la atención también, ocurren fenómenos fascinantes. Por un lado, se produce una sincronización corporal: los cuerpos de las personas que interactúan se adaptan el uno al otro, se imitan inconscientemente, coordinándose entre sí. Y no solo eso, sino que las tomografías muestran que los cerebros de quienes conversan se sincronizan igualmente y que la sincronización es tanto más intensa cuanto más profunda y significativa resulta la conversación para quienes hablan.
Una sugerencia: cenar en casa sin móviles ni dispositivos a la vista manteniendo una conversación genuina tiene un impacto en el éxito personal y profesional de los más jóvenes de la familia superior a pagarles un máster en una escuela de negocios.![]()
Estrella Montolío Durán, Catedrática de Lengua Española. Universitat de Barcelona, Universitat de Barcelona
Publicado originalmente en The Conversation.

1 comentario
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