Mente líquida



Se me cansaron las palabras.

Flotaban, tratando de nadar en un mar de ideas y convicciones. Trataban de llegar a las orillas tranquilas de las playas de la expresión y descansar antes de poner pie para en una orilla, alcanzar un suelo sólido que permita asentamiento y luego,  un tono de voz pausado y convincente. Pero no podían.
Aquel mar de las ideas y convicciones, era de aguas turbulentas. Marejada que anunciaba peores olas y bravuras.
Me di cuenta de que todo aquello que hablaba de la guerra, era como vientos tempestuosos. Las palabras se hundían en aquel mar, como se hunde un nadador que trata de avanzar con pesadas vestiduras que se le agarran al cuerpo, impidiéndole bracear.
Mis pobres palabras seguían queriendo darle forma a las ideas. Vestirlas de letras o de sonidos vocales, pero sucumbían en cada intento. No encontraban orillas, ni playas suaves, solo acantilados rocosos de lacerantes asperezas, que no permitían arribar de ningún modo. El reflujo de las aguas las devolvía al mar. Seguían medio hundidas en mi mente líquida, oceánica y tempestuosa.
A esas palabras les faltaba el aire y se agotaban por momentos. Los vientos no amainaban. Eran vientos que llegaban desde la radio, desde las publicaciones, desde la televisión, desde los videos de YouTube, desde las estúpidas opiniones de los facebookeros, desde los copia y pega. La voz de un bocazas mantreando aquello del —volvemos en 7 minutos; ¡más periodismo!—
Falsedades y tristes verdades mezcladas en un todo negruzco, oscuro y nocturno. Eso que llaman información escrita con la tinta de la desinformación. Intelectuales de poca monta discutiendo el sexo de los ángeles. Periodismo morboso insistiendo en preguntas que el entrevistado no puede contestar...

Hospitales que saltaban por los aires, niños secuestrados, arrastrados por sus captores, cuerpos inocentes destrozados, mujeres desesperadas, ancianos llorando. Padres buscando a sus hijos o lo que quedara de ellos, bajo cientos y cientos de edificios destrozados. La negrura de una ciudad solo iluminada por explosiones aleatorias que no respeta nada.
 Ideas que chocan entre ellas, en mi interior, presurosas por poder salir. Ganas de gritar. Ganas de insultar. Pero... ¿Para qué?

Apagué el televisor, la radio, puse las redes en un cajón. Me puse un video del Japón rural. Vi sonrisas de niños, jóvenes y ancianos. Casas tradicionales de madera. Jardines zen. Vi plantaciones de té y la cumbre blanca del Monte Fuji. 
Y entonces, al volver mi mirada hacia mi interior, vi un montón de ideas, flotando tranquilas, descansado, sin vientos tempestuosos y prestas a retomar el camino de las plácidas orillas, buscando solidez y expresión.

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